Mis recuerdos respecto al mar son variados y las sensaciones que me provocan lo son aún más, pero de todas ellas las que más se imponen son la de inicio y desnudez.
Cuando tenía unos 2 años de edad, tuvimos la oportunidad de vivir en un pueblo de la costa mientras mi mamá cumplía su año de Servicio Rural. Dicen por ahí que solía jugar en los arenales con no más protección que un sombrerito y un pañal, en el mar nadaba como Dios me trajo al mundo; fácil como hacían los antepasados anfibios cuando salieron del mar a poblar la tierra.
Entonces así, en mi caso, ir a la playa es sinónimo de liberación y olvido de la vida citadina y hasta humana.
Ya de adolescente, amaba ir a veranear esa playa porque los bañistas eran los habitantes locales y los familiares de éstos que vinieran de la ciudad. Entonces olvídate que mi look sería como la última tendencia de Verano 2020, que utilice maquillaje, tacones o accesorios mil. No era para nada fashion pero sí natural: cabello suelto, totalmente mojada. Me aburre recostarme a broncearme o lucir mi traje de baño, caminar por el boulevard para ponerme a conversar o saludar a la gente. Me paso horas en el mar, nadando, flotando, buceando, riendo, haciendo trizas mis rodillas, revolcándome, bajándome a niños o señoras en la orilla, eso sí, usando siempre protector solar.
Estuve viviendo en Lima por 4 años y desde que llegué me quedé admirando el mar. Sí, cual serrana que soy; y eso me encanta. Los primeros meses no trabajaba, sólo me dedicaba a estudiar y aprender el arte de ser ama de casa. Sin embargo con el tiempo supe buscar un tiempo después de hacer el almuerzo para tomar un bus que me lleve a una zona elegante de la ciudad en la que habían blancos edificios enmarcando el panorama y ahí, a una sola cuadra de distancia del paradero, tras aquellos edificios, está una bajada hacia el mar adornada y bordeada por una vegetación que cae cual cascada anticipando que estás saliendo de Lima la horrible para entrar en la Lima de mis amores.
Vestía un short o pescador, usaba sandalias (más bien sayonaras); descendía e iba sintiendo como mis pies pasaban del asfalto a las piedras, luego a la arena y finalmente el mar. Era un sentimiento similar a entrar un password y entrar en la red, o poner un USB en un puerto y conectar con la información; algo así me provocaba. De pronto sentía que estaba tocando de una u otra forma los pies, manos, rostros, cabellos (pichi?) de tantas personas, quizás en Australia, Hawaii o Argentina. Así también con todos los seres que yacen en el insondable abismo del mar, las naves hundidas, los sueños o cenizas arrojados al mar. Todos estábamos ahí, de espaldas al mundo y de cara a la profundidad de un misterio que sólo una entidad tan dinámica, poderosa, impetuosa e incomprensible como el mar podría contener.
Permanecía así unos minutos en silencio, luego me daba media vuelta, volvía a sentir la sequedad en mi piel, sacudía mis pensamientos, luego la arena, calzaba mis sandalias y regresaba al concreto, a la des-conexión.
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